domingo, 24 de junio de 2007

Colores y totalidad



Metro de Madrid. Incapaz de abrir la cartera para sacar algún libro para leer, decidí observar el entorno y dejarme fundir en el mar de caras y gestos que me rodeaba. Cansado de ver a gente que esconde sus pensamientos para ser especial y sus sentimientos para ser normal, me fijé en el niño. Era muy pequeño, y desde el cochecito observaba cómo su madre le enseñaba la vida a través de los colores. Una especie de folleto editado con forma de acordeón y dividido en colores le esperaba a cada página que pasaba o a cada vuelco nervioso que le daba, ansioso por incorporar lo extraño a su mundo, asimilando extrañeza y realidad a través de colores. El folleto estaba dividido en siete grandes partes, y cada una iba dedicada a un color. Cada parte iba introducida por una página llena de ese color en la que un título con letras en negro especificaba qué color era. Esa página a su vez se desdoblaba en una en la que se veían varias cosas cotidianas que tenían ese color, para así digamos introducir la abstracción de la representación en su mente. La arbitrariedad del signo y el color no cuadraban en su mente. Nervioso, y con movimientos impacientes no hacía caso a las palabras de su madre, que trataba que explorara las cosas que tienen el mismo color. Él pasaba de un color a otro, sin pararse a ir hacia los objetos. Verde, azul, rojo... Se paró en este último. Un rojo sin abstracciones. Puro como él, no esperaba a que lo incorporara ni a que lo escondiera entre ejemplos. No esperaba nada. El niño tampoco. Sólo estaban juntos. Las palabras de la madre llegaban inertes y sin sentido a sus oídos para que dijera que rojos también son los camiones de bomberos. Silencio y mirada perdida de la madre. Tensión y concentración en la de él. Mi estación ya era roja, ante el impulso de la vida.

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