jueves, 1 de marzo de 2012

Un domingo cualquiera


















Yo no puedo hacer la crónica entera, ya que no he podido ver el final de las partidas que quedaban. Solamente decir que después de de mi horrorosa jugada c6??, estoy viendo un tutorial para aprender a jugar al bridge. Para bien o para mal, el bridge me está pareciendo fascinante. Hasta donde yo he visto esta sería la crónica:

Me levanto con dolor de muelas y llego tarde. Por el camino me meto dos nolotiles y releo "Mi familia y otros animales" de Gerald Durrell. La cita inicial del libro es: "Hay un cierto placer en la locura, que solo el loco conoce". Sonrío para mis adentros mientras cierro el libro y entro en un coche que el Nolotil ya ha convertido en una cueva gigante, poblada de enanitos ajedrecistas que corretean y ríen, desafiando al sueño y al destino. Sonrío porque el ajedrez es eso: encontrarle un cierto placer a la locura. Cuando echo la vista atrás, al ajedrez que he jugado, no veo partidas. Ni siquiera combinaciones o posiciones fijas. La clave de por qué seguimos jugando a esto la tiene cada uno en su mirada. Y yo la veo en los ojos febriles de un chaval de quince años, que miraba con intensidad al tablero, como si pudiera tener el control de lo que allí sucede. Ese fulgor lo sigo viendo ahora, aunque la diferencia es que la perspectiva ha cambiado: el placer ahora viene de compartir el caos con el adversario, de simular jugar al escondite con él, de suspender la realidad durante los vaivenes de un reloj universal, cansado de ver cómo sus juguetes se rompen con tanta facilidad.
Entrar en el coche y romper a reír con mis compañeros es instantáneo. Se suceden las bromas sobre el ridículo nombre del equipo contrario: "El Molinillo". Un nombre inocente, de feria de verano y algodón de azúcar rosa, de globos rojos perseguidos por niños de pantaloncitos cortos y polo de los domingos, y de tiovivos impulsados por la furia ciega de la Bruja del Polvo. Lo que yo no sabía era que en esa misma feria imaginaria, un ladrido ya había sacudido la somnolencia de un niño rico, de pelo con raya al lado y jersey de pico. Un niño que despertaba, paseaba la mirada distraídamente por los rincones conocidos de su soledad, y la detenía en el grupo de niños que reían y giraban en el coche de Juan Barrios, ya cansados de intentar atrapar globos rojos.
Los globos rojos se pierden en el cielo y se transforman en la dura realidad de folios en blanco cortados en dos, a modo de planillas. Dejo pasar el tiempo intentando que el límite de las cosas no me imponga existencia, pero da igual. Me doy cuenta de que todos están "pintando" la planilla.
Andrés Ruiz, uno de los pocos a los que el globo rojo le aguantó sin explotar toda la partida, saca la lengua un poco y se aplica a trazar las líneas que separen unos movimientos de otros. Un gesto de concentración en una tarea que no le corresponde, una concentración de sentidos aplicada hasta el detalle más ínfimo, que se verá reflejada en una Larsen fría, inmaculada, no apta para trileros ajedrecísticos como yo, un soplo de aire frío con el que congela las almas de los contrarios. Andrés no gana a sus rivales, los "talla". Su larsen es un buril con el que congela cualquier intento táctico de su rival. Su contrincante es incapaz de distorsionar la armonía de sus piezas, se queda inmóvil porque nadie quiere destruir el David de Miguel Ángel o La Madonna. Porque aunque sean las cinco de la mañana, hayas pasado todas las alarmas, y lleves un martillo pequeño, de los que se utilizan para romper el cristal de una manguera de incendios, y sepas que hasta el golpe más leve lo destruiría porque tu martillito rompe a presión, y estés seguro de que tu acción no es vandalismo sino una declaración intelectual contra el exceso de armonía en el arte, una armonía que hiere a tus ojos, hastiados de contemplar el caos inane que rodea al mundo, no lo destruirías. Llegaría el vigilante a las seis de la mañana y te encontraría allí, una estatua viva, un Lot contracultural deshecho en lágrimas de sal.

Las líneas con las que yo me construí mi propia planilla salieron torcidas, negro presagio de lo que iba a ocurrir. Mi Chigorin salió con fuerza, a mi corcel más brioso no se le pueden poner riendas ni tampoco espolear: va sola. Ventaja en la apertura que mi rival nunca creyó: cada jugada suya era una pregunta más que conducía al final de la línea, al abismo de mi c6 en el que cayó mi yegua, incapaz de detectar cuándo tenía que parar a beber agua, devolver el peón, descansar y cuidarse la muela.

Emiliano también perdió. Su globo rojo estalló con fuerza, e igual que yo, cuando había que pensar para hacer la buena, jugó rápido. Los mismos derroteros siguió Sigmund, que en una Botvinnik metió su torre en séptima cuando aún había muchas piezas en el tablero. Con su flanco de dama abierto, no hubo nada que hacer y se escuchó cómo estallaba el último globo rojo.
Queda por conocer la historia de los héroes, los que empataron la ronda, después de ir perdiendo 3-0 a mitad de la mañana. Aunque yo prefiriría no saberla, porque la verdadera épica muere en el silencio de la lucha. Lo demás es literatura.

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