miércoles, 7 de marzo de 2012

Predecesores: la lucha por la luz

"Soy el organizador de lo incierto, de lo híbrido, de lo crepuscular, del sueño: el sepulturero de la vieja Austria".

Alfred Kubin



Otro precursor de Kafka. A ver si despiertas de tu sueño eterno, Franz, y echas de tu templo con cajas destempladas a tanto fariseo con la etiqueta de tu maestro y, ya de paso, te llevas por delante a tanto crítico español experto en Shakespeare o Cervantes, aspirante a gordo judío en calcetines rojos y que, con una pierna apoyada en el antebrazo de su sillón favorito, farfulla un discurso sobre los ángeles bíblicos, sin saber ni siquiera que su existencia está rota, como roto está el botón inferior de su camisa, y cuánta diferencia entre él y el botón desprendido, el escritor al vacío, alejado de la puntada que le haga igual a los demás, que le aparte de la soledad del astronauta que gira y gira en el espacio a tres mil millones de años luz, y que abre mucho los ojos, como se dice que hacen los niños indios de ojos muy negros cuando remueven los escombros y caen rupias enterradas por brahmanes, meteoritos del cielo los llaman, pues así contempla el astronauta las explosiones de las supernovas, y así mira Kafka la lámpara de su habitación, en una oscuridad completa, y es que aunque es un oficinista gris con ojeras y su posición, reclinado sobre la mesa, no cambia durante horas, a su alrededor bailan polillas, el ojo humano no las detecta, seres de luz revolotean alimentándose de sus entrañas para crear un resplandor que parece oscuridad, ¿verdad que sí? Por eso su obra es tan oscura como la galaxia, y su cuerpecillo la antimateria, y por eso casi estamos a punto de preferir al gordo judío neoyorquino, nos da más seguridad con su grasa y sus diez mil libros ordenados en anaqueles que solo limpia su mujer, porque él está tan atareado con sus alumnos y sus clases que no tiene tiempo para otra cosa. Y entonces entendemos la razón de todo, y es que el libro no tiene sentido, ni tan siquiera la trama ni las interpretaciones de la obra, y nos dejamos arrastrar por las palabras, estrellas que marean al observador, millones de ellas que buscan su acomodo en nuestro ojo, que llenan nuestras cuencas vacías de sentimientos y nos lanzan al fulgor nocturno, a una velocidad infinita, la misma que tiene un ciego al que ya no le importe chocarse con nada y que corre por fin libre, indiferente a un universo tan terrible o tan visible.

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