martes, 6 de marzo de 2007

Berlín. El comienzo

Berlín. 9 de Septiembre. La mejor ciudad del mundo se prepara para recibirme. Yo, ajeno a todo ello leía un libro en alemán en el avión bastante fino y más accesible que la alta literatura. Un diccionario verde de la marca Pons se revolvía cada vez que no entendía alguna palabra o expresión. Buscaba muchas palabras, incluso algunas que entendía por el contexto sólo por aliviar de vez en cuando la presión sobre mi rodilla. Pienso que aunque sea raro usar un libro muy grande para entender uno pequeño es lógico con el universo en el que vivimos. La literatura nace de la libre asociación, de la capacidad de transmitir conocimiento, expresión y belleza a través de un caos que entra directamente en lo invisible de cada uno. No está hecha para entenderse, sino para fallar intentando entenderla, para sentirla. De ahí que se necesiten diccionarios, enciclopedias y todo tipo de manuales para poder guardarla, para poder ponerle riendas y que se quede tranquila, mansa. A mi lado, mientras el diccionario languidece entre mis dedos, cansados ya de aguantarlo, dos alemanas hablan sin parar: su hormigueo incesante hace que me entre sueño, hasta que una de ellas abre una bolsa marrón y arrugada, de éstas que las películas americanas nos han enseñado que sólo pueden contener vasos de plástico de café, y saca una manzana. La manzana reluce de una manera especial, casi cinematográficamente un brillo diminuto va avanzando en intensidad hasta llegar al borde, mientras yo con ojos de niño y completamente hipnotizado observo todos sus movimientos a cámara lenta. Mordisco y diccionario abren el sonido. La alemana se me queda mirando, sonríe y me empieza a hablar. Miro hacia abajo y el diccionario se ha abierto al caer por una de mis palabras favoritas: allmählich(paulatinamente). Siento que todo vuelve a empezar.

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