sábado, 21 de julio de 2007

Óxido

Aire y libertad, movimiento que nace sin esfuerzo, sin contacto. La bici se desliza entre un mar de terrazas rompiendo los sentidos en estallidos de aire que, muertos nada más nacer, pasean su atención entre hojas secas y los pliegues de mi ropa. Dormidos, fragmentados, esperan su momento.
Un golpe en el vacío me pone de nuevo en el centro del cuadro, que ansioso por volver a explicarme lo que es la vida, lleva a mi pie izquierdo a la fragilidad de estar solo y ser culpable. Inestabilidad, colores y fragmentos del manillar o del timbre pasan ante mis ojos como imágenes de una película muda que presenta hechos sin subtítulos.
Ya no siento el aire. Caigo. Soy materia. Hierros, sangre, asfalto rasgando mi piel y un par de gritos me reciben cuando caigo. Giro la cabeza. El tranvía tiene que frenar en seco, chirría todo en mis oídos. Ya solo veo óxido. Logra parar a tiempo.
El óxido seguirá ahí, esperándome.
Hasta que deje de ser materia.

sábado, 7 de julio de 2007

Tres perros y una mierda

Nada más salir de la estación me encontré en medio de una gran avenida, con una pregunta sobre una calle por hacer y cuatro posibles objetivos móviles en forma de transeúntes viniendo hacia mí. Sin pararme un momento a reflexionar y cegado por la visión de un bulto informe, lleno de colores y de articulaciones desbocadas, me dirigí hacia él.
Enfocar de nuevo y hablar fue todo uno. Me encontraba ante una cabeza tricéfala, dirigida a duras penas por una mujer joven que no buscaba pasear sino que la pasearan. En el momento en el que empezó a contestarme, el caos que rige nuestro planeta decidió hacer una visita al punto donde me encontraba.
Uno de sus grandes perros, aunque yo siempre vi cabezas, se medio deshizo de la correa y con un salto se plantó donde yo estaba de tal manera que di un paso hacia atrás del susto. Noté que pisaba algo blando. La sensación fue como volverse a calzar un zapato encima de otro. Sí, era una señora mierda. Aunque yo estaba ya a cinco metros de la mujer, con una mierda colgando del zapato y entrenándome en el difícil arte de bailar con un perro, la conversación proseguía. Los otros dos perros, no sé si atraídos por el olor de la mierda o por lo bien que bailábamos quisieron también participar.
Reconozco que huí.