miércoles, 31 de julio de 2013

El otro lado del espejo


Todo empezó para mí hace mucho tiempo. Llevaba cuatro meses jugando al juego del go en el único club de Madrid y, después de ocho años jugando la liga, buscaba un cambio, el reflejo diferente de uno mismo en otro espejo. El nuevo laberinto era fascinante, diferente. Los grupos de piedras han de permanecer unidos, conectados para vivir. El tablero se llena en el go, en ajedrez se vacía. Me convertí en mi doble, lo que siempre he querido ser. Sin dejar el ajedrez por completo, fui al club de go, hice nuevas amistades y aprendí a manejar los palillos en restaurantes orientales. En el go todos se burlan del ajedrez aunque en realidad les gusta. Pero son pocos, muy pocos. Como niños, buscan llamar la atención del gigante pinchándole en los tobillos y hablando entre ellos del go como cuatro tableros de ajedrez, del go como juego más antiguo y de que la profundidad de cálculo de cualquier supercomputadora no puede derrotar a los humanos. El gigante duerme plácidamente y los pinchazos en los tobillos acarician su sueño y pliegan su boca en una sonrisa, mientras su mente calcula variantes imposibles y se pasea por partidas que nunca se jugaron.

En mi retiro apenas hay torneos de go, la competición no es tan importante y puedes ir subiendo niveles cuando el maestro Mikami, un japonés que lleva más de cuarenta años en España y te puede hablar hasta de los serenos, crea que estás preparado. Con estos antecedentes la pregunta es: ¿por qué entonces acabé este domingo peleando contra una dura rival, sintiendo la adrenalina de los apuros de tiempo mutuos en posición igualada, 30 segundos para ella, 40 para mí? ¿No habría sido mejor fortalecerme en medio de un lago plácido mientras el go crece en mí, como el helecho al resguardo de la corriente?

 La respuesta es simple. El go es un haiku, y su belleza has de contemplarla mirando desde el otro lado del espejo de Alicia; pero en el ajedrez tú eres Alicia.

La mañana se desata sobre la ciudad y yo llego tarde. Cualquier objeto de mi cocina se retuerce inquieto gritando: ¡División de honor! ¡Primera jornada! Y yo, que he empezado la mañana con mucha parsimonia, me abalanzo contra las escaleras de mi casa y empiezo a correr por la calle Alcalá, buscando ser la Alicia que un día perdí entre sueños.

Al llegar, me espera Bohigues que ha venido a animar y a asegurarse de que todo funcione a la perfección. Rafael aún no ha llegado. Todos nos sumergimos en nuestro tablero y las fuerzas invisibles con que las piezas se atraen y se repelen empiezan a desfilar ante nuestros ojos. Los estallidos de energía que suelten en medio de su interacción serán la clave de nuestro destino. ¡La ronda empieza!

Y con cada partida que uno juega en división de honor uno se da cuenta de lo mucho que se puede mejorar, de la finura de las jugadas, y de cómo te pueden apretar finales con ligerísima que en otras divisiones se considerarían igualados. No mata el voltaje como en otras divisiones, en donde con un par de escaramuzas se resuelve todo. Es la intensidad, la presión continua de jugadas duras e incómodas la que decide el resultado. "¿Cuánto puedes resistir?" es la pregunta que cada uno se hace a sí mismo cuando juega este tipo de partidas. ¿En dónde está el ángulo de reposo que permita que la estructura que estoy creando en esta mañana de domingo resista todo tipo de embates? ¿Cuándo descansaré sobre ese ángulo y miraré con añoranza mis partidas mientras juego al go sin presión o recorto bonsais en mis ratos libres? La respuesta es: nunca.

Y nuestro yo aventurero brinca de alegría al escuchar cómo retumban los ecos de este "nunca" en las paredes del Café Comercial. La mañana se llena de historias y de gente que busca su sitio en ellas y yo corro nuevamente por la calle Alcalá, y corro al centro de la ciudad, sin detenerme, sin pensar en nada, y corro feliz hacia el centro de un tablero, hacia el corazón de un equipo que vive un sueño.


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